El día que perdí el caso

El dia que perdi el caso - Andrea Mendiola

Y así fue. En las siguientes líneas os contaré el día que perdí el caso. Y digo el “caso” porque en otras ocasiones he perdido un caso, pero este, sin duda, fue diferente.

A día de hoy, estamos acostumbrados a ver en las redes sociales siempre los éxitos. Publicamos siempre cuando algo nos sale bien. Nos vanagloriamos de ser los mejores profesionales de la historia. Una y otra vez. Y si la lógica no me engaña, para que haya vencedores deben haber vencidos. Pero claro, esto no se publica, esto no se habla, esto no se trata, esto se obvia a conveniencia del letrado que ha “perdido”.

Y es justamente por ello que me veo en la obligación de escribir este artículo. Porque perdemos. Los letrados perdemos muchas veces, en Sala y fuera de ella. Tenemos malos días, tenemos mala suerte o, simplemente, las cosas no salen como quisiéramos. Hoy, estas letras van para los abogados que han perdido y demostraré escuetamente o, al menos intentaré, paliar el dolor emocional que supone fallar profesionalmente.  Comencemos por el inicio de esta historieta.

El día que perdí el caso fue desastroso. Me destrozó, sigamos sinceros. Repasé la vista mil y una vez en mi mente, tratando de recordar cada detalle, cada coma, cada frase, cómo iba vestida, lo que fuera. Cualquier detalle que lograra contestar a la pregunta que no paraba de formularme en mi mente “¿fue mi culpa?”.

Esta historia tiene un principio que inicia con el título de este artículo. El día que “perdí el caso”. Vuelvo a la redundancia de “el caso” porque considero que así fue como lo viví y como sucedieron los hechos. No me refiero a “el caso” por el hecho de que el cliente fuera famoso o importante. Tampoco me refiero a “el caso” porque el cliente me fuera a pagar el sueldo de un mes por la vista. Y de ninguna manera me estoy refiriendo a él por algún tipo de relación personal. Me refiero a “el caso” porque era el típico expediente que “estaba ganado”. Todos sabemos lo que implica esa sensación. Ese momento que tu cliente -esperando con la veracidad que se le otorga- te cuenta un relato y sabes que su pretensión es legítima y de Derecho. Y justamente por ello, sonríes y te motiva redactar la mencionada demanda porque, claro, ¡es que está ganado!.

Así era el caso que yo tenía entre manos. Redacte una demanda corta y concisa porque, cuando tienes las de ganar, la ley y la jurisprudencia a favor, ¿para qué añadir páginas y páginas de contenido que sólo desviaran la atención de Su Señoría a tu eminente victoria?

Pues eso hice. La demanda sin documentos ocupaba un aproximado de 4 páginas de Word. 4 páginas que contenían, en primer lugar, los hechos -que creedme, eran indiscutibles, pues se añadía documentación debidamente resaltada con subrayado fluorescente- que dotaba de verdad al relato de mi cliente. Los fundamentos de Derecho eran correctos. Aplicaba el Código Civil y una ley específica, por si le quedaba alguna duda al juzgador. Así de simple, así de fácil. Y, por si había un devenir de los acontecimientos que no pudiese controlar, añadí varias sentencias favorables a las pretensiones de mi cliente. En esa maravillosa jurisprudencia no sólo se contenía el relato del Tribunal Supremo sobre el caso, sino que también se añadía una resolución de la Audiencia Provincial de la misma circunscripción del juzgado competente.

Más adecuado imposible ¿verdad? Lo cierto es que la contestación a la demanda no era muy acurada. La contestación de contrario parecía haber salido de algún formulario tipo de internet (un modelo) que copió, pegó y que, además, dejó con alguna falta ortográfica. Al leer la contestación, como es obvio, sonreí. Y de nuevo, mi mente jurídica cantó la canción de aleluya. Si tenía alguna duda, ya no: ¡El caso estaba ganado!

Unos meses después, teníamos la vista del caso. Con la autoestima más alto de lo normal, me vestí bonita, me puse unos tacones que me hacían crecer unos 10 centímetros y me preparé una instructa que, aparte de estar bien estructurada y de haberme preparado a consciencia las preguntas a los testigos y al demandado, me propuse hacerla bella estéticamente porque ¡esto estaba ganado!

Y cuando algo está ganado, te permites distraerte en florituras derivadas de la simple belleza fuente de la coherencia y del equilibrio del uso de negritas y del texto justificado.

Entré a la vista, con toga puesta, con la americana debajo y procedí con la “entre” lectura de mi instructa y mi parecer profesional más atrevido, improvisando algunas preguntas y las conclusiones -como no puede ser de otro modo-. Me sentía bien, las preguntas fueron contestadas con la intencionalidad que deseaba. Las conclusiones eran, si me permitís el atrevimiento, hasta poéticas.

Salí de Sala. La otra parte apenas había hecho preguntas. Se limitó a una pregunta por testigo y creedme que eran redundantes y que no aportaban más información que las documentales que ya estaban añadidas a la demanda o la contestación.

Me fui al despacho. Ese día fue productivo. Me sentía una gran profesional. Una abogada capaz de todo. No tenía ni el más mínimo resquicio en mi interior de duda albergada en mi corazón ¡esto está ganado!

Pero como ya estáis deduciendo por el título de este artículo: no, no lo gané. Me gustaría poder culpar al juez, de verdad que sí. Me placería culpar, al contrario, al arbitrio, a la suerte o a quien fuere. Luego pasé por el momento de culpabilidad propia. En mi mente era evidente: todo era culpa mía. No servía para el Derecho y, sobre todo, yo no servía para nada. En ese momento, recordé una frase que me dijo un compañero “si no te acompaña la Ley, usa los hechos. Si no te acompañan los hechos, usa la Ley. Si no te acompañan ninguna, haz teatro y exagéralo”. Pero claro, el teatro mío fue culparme durante una semana del mencionado fracaso. Yo era el fracaso. Incluso llegué a relatarme a mi misma una narrativa que decía así: tantos años de estudios no te han servido para nada, eso significa que no tienes valía.

El día siguiente me costó trabajar. Y el miércoles, y el jueves, y muchos días. Me sentía tan insegura que no tenía la autoestima suficiente para enfrentarme correctamente a mi jornada laboral. Me empequeñecí tanto, que derivé algunos expedientes, viéndome incapaz de sacar más demandas de mi ordenador.

 Me sentía tan insegura que no tenía la autoestima suficiente para enfrentarme correctamente a mi jornada laboral.

Ahora, tiempo después -y será cierto aquello de que el tiempo todo lo cura- lo puedo ver con otra perspectiva. Tenemos -y tengo- que normalizar el perder. Siempre hay un perdedor. Y eso no se relaciona con la valía de un profesional. Que mientras tu como abogado saques adelante un caso con la mayor de las diligencias, lo estás haciendo bien. Tú lo haces bien. Tu siempre lo haces bien.

Y ese es el final de mi artículo. Estoy casi segura de que estas palabras que aquí te escribo no te ayudaran a paliar el fracaso que sentirás en tu corazón el día que pierdas “el caso”. Es más, nada te suavizará la frustración momentánea. Pero lo que sí lo hará serás tú. Tú, que ya eres un gran profesional del sector, sabes que los juicios se pierden. Y tú, que sigues siendo tu mejor versión como letrado, sabrás volver a trabajar, con las pilas recargadas y reconociendo la famosa frase de Antonio Machado “niño, ve corre y dile a tu madre, que, si no me quiere por pobre, que el mundo da muchas vueltas y ayer se cayó una torre”.

Y tú, querido lector, eres una gran torre de conocimiento y apuntes que, aún cayendo puede ser reconstruida de nuevo, desde los cimientos.

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